Mobirise
how to develop own website

Editorial

Mobirise

Abraham Ancer

Vivir para jugar o jugar para vivir

Fernando de Buen

Con el éxito de Roberto Díaz en las Finales del Web.com Tour, es prácticamente un hecho que serán cuatro y no tres, los mexicanos que participen en el PGA Tour durante la temporada 2018-19. De entrada, debemos congratularnos por ser testigos de un hecho de tal magnitud, sin precedentes en la historia mexicana, pero, a la vez, entender lo que tienen en común estos excepcionales deportistas.

Analizando las carreras de Abraham Ancer, José de Jesús Rodríguez, Carlos Ortiz y Bobby Díaz, podemos encontrar que no hay motivo más valioso que el propio amor al golf, como alimento esencial para alcanzar el éxito. En todo caso, la diferencia estriba en la forma de expresar este amor: vivir para jugarlo o jugarlo para vivir.

En el caso de Carlos, Abraham y Roberto, la posibilidad de competir en giras infantiles y juveniles bajo el paraguas de la Federación Mexicana de Golf, tanto en México como en el extranjero, fue un impulso que los enseñó a competir, a jugar bajo condiciones muy diversas y a no amilanarse ante la presión de grandes competencias. Sin embargo, estaba claro que la motivación de los tres fue siempre la de vivir para jugar.

El Camarón, en cambio, se forjó a la manera de los duros, buscando permanentemente mejorar el nivel de vida que encontró al nacer, rodeado de siete hermanos en una humilde familia de Irapuato. Para ello, como otros miles, buscó una forma de vida como indocumentado en los Estados Unidos, donde se mantuvo por varios años, trabajando, entre otras cosas, en campos de golf, donde conoció el deporte que le abriría una ventana de esperanza. A diferencia de sus compañeros de Gira, Rodríguez aprendió a jugar para vivir.

Ya fuera por la búsqueda de un estatus de fama y fortuna como el que otorga el golf profesional cuando se juega en la máxima gira, o el convertir aquella ventana de esperanza en un portón al éxito, en ambos casos, el común denominador es el luchar incansablemente por cumplir la meta, a fuerza de madrugadas que anteceden al sol, de manos encallecidas, de rutinas obligatorias por convicción, de frustraciones al ver que lo aprendido no funcionó en el campo, de la vuelta atrás a la práctica, del consejo y regaño del coach, de los pequeños cambios al swing, de los grandes cambios a la mentalidad y, ¿por qué no decirlo? De que también la fortuna aparezca en el momento adecuado para aportar su granito de arena en el ascenso al olimpo golfístico del planeta.

Pero el éxito es también un demonio que se pasa el tiempo diciéndoles a quienes han llegado a grandes alturas, que todo es cuestión de talento y no de trabajo, que el esfuerzo está bien, pero que siempre debe haber tiempo para el esparcimiento, para romper la dieta, para no ir al gimnasio o para dejar atrás la humildad y el reconocimiento del esfuerzo como base del éxito y dar paso al engrandecimiento fatuo, a la presunción y al embadurnamiento de lisonjas que, como protector solar, se embarran quienes llegan a tales sitios para tostarse el rostro ante el astro rey.

Y ya lo hemos vivido. Cuando un jugador pasa por una mala racha por deficiencias técnicas, normalmente le llega el tiempo de corregirlas y, aunque no siempre, puede regresar al camino a tiempo para subsistir. Pero cuando la mala racha llega porque el protagonista se sintió más grande que sus miles de horas en el área de práctica o en el putting green, entonces no es un mal rato, sino una enfermedad cuya cura lleva más tiempo que el necesario para salvar una temporada.

Ya vimos a los nuestros llegar al cenit y salir de allí con el fin del calendario, recibiendo una verdadera golpiza de humildad y regresando a las giras previas, entendiendo —ahora sí— que para llegar a la azotea no hay elevadores, solo escaleras.

El ejemplo de Abraham es una muestra incomparable de todo esto. Gracias a sus enormes facultades y muchísimo trabajo, llegó a la cima de la montaña, pero el gusto le duró unas cuantas horas y debió regresar al campamento base, entendiendo que, en la montaña solo triunfa quien no negocia con el cansancio y se prepara con ahínco para el ascenso; que hay momentos para la contemplación, pero nunca en detrimento del plan de trabajo; que hay momentos para reír, pero no a costa de agotar las reservas de los pulmones. Ancer aprovechó la nueva oportunidad y ha dejado el alma en mantenerla viva hasta consolidarse en el grupo de quienes se preocupan más por ganar torneos que por no perder su lugar en la gira.

Tanto Carlos como Roberto ya vivieron la experiencia y saben bien lo que se requiere para no volver a caer. Me parece que el tufo del fracaso ha sido suficiente para que ambos mantengan las incansables rutinas que les ayudaron a regresar, poniendo el trabajo por encima de la tentación. En este deporte, como en prácticamente todos, siempre hay tiempo para travesuras. Es cosa de respetar el calendario.

Muchísimo éxito al Camarón, Carlos, Abraham y Bobby. Estoy seguro de que nos regalarán enormes satisfacciones en la próxima temporada.

fdebuen@par7.mx